Arlt y su época

Para saber más sobre Roberto Arlt adjuntamos este artículo al Blog. 
Quien quiera profundizar podrá encontar en este ensayo la mirada de Arlt sobre la cultura de Buenos Aires y sus habitantes; también su vida como escritor.

Fuente: 
César Solís (Rosario, Argentina, 1973) para: "La Siega" Literatura, Arte y Cultura, Número 6, Noviembre 2005.

"Las aguafuertes porteñas" de Roberto Arlt: 

la otra cara de la modernidad en el Buenos Aires de los años veinte y treinta.

Roberto Arlt (Buenos Aires, Argentina, 1900 – Buenos Aires, Argentina, 1942)
Novelista, dramaturgo y periodista. Hijo de un inmigrante prusiano y una italiana, escribió sus primeros relatos a los ocho años. Su obra más prolífica la escribió mientras trabajaba en periódicos porteños: las crónicas policiales de Crítica primero y a partir de 1928 con una columna diaria en El Mundo, primer tabloide de Buenos Aires, en el que también colaboraron los importantes escritores Leopoldo Marechal, Conrado Nalé Roxlo y Horacio Rega Molina. Al cabo de unos meses esta columna pasa a llamarse “Aguafuertes porteñas” y a llevar la firma del autor, privilegio poco usual en Buenos Aires en aquel momento. Desde su columna, Arlt describe la vida cotidiana de la capital. Una selección de esos artículos puede encontrarse en Aguafuertes Porteñas (1928-1933), Aguafuertes Españolas (escritas durante su viaje a España y Marruecos entre 1935 y 1936), Nuevas Aguafuertes, etc. El juguete rabioso, su primer novela, data de 1926, luego siguieron Los siete locos (Premio Municipal de Novela de 1929), Los lanzallamas (1931) y El Amor Brujo (1932). Escribió también cuentos memorables en El jorobadito (1933) y El Criador de Gorilas (1941). Al teatro le dedica sus últimos años de vida escribiendo 300 Millones (1932), Saverio el Cruel (1936), El Fabricante de Fantasmas (1936) y La Isla desierta (1937). 



Introducción

El fenómeno que representa la modernidad se gesta en Europa hacia finales del siglo XVIII, alcanzando una pronta manifestación en América del Sur en el último tercio del siglo XIX, hecho que adquiere una especial dimensión en el Río de la Plata. Tras las guerras de la independencia y una vez canalizados los conflictos internos, la Argentina asiste a un vertiginoso proceso de modernización cuyos resultados cristalizaron en un lapso de tiempo que no supera los treinta años. Entre 1880 y 1910 el país ingresa al concierto de la economía mundial como uno de los principales proveedores de materias primas. La abrupta irrupción en el plano internacional requiere ser analizada bajo dos premisas fundamentales: las inversiones foráneas y el aluvión inmigratorio. Ambos factores fueron centrales en el proyecto de la elite gobernante y, en tal sentido, convergieron para convertirse en el motor de la economía nacional.
Desde mediados del siglo XIX la inmigración europea fue percibida por las elites políticas argentinas como el componente esencial de un ambicioso proyecto de transformación social destinado a dejar atrás la barbarie y a refundar la nación desde sus cimientos. En ningún otro país receptor de extranjeros la inmigración aspiró siquiera a gozar del lugar de privilegio que tuvo por largo tiempo en el imaginario de nuestro país, cuya centralidad se advierte en el hecho muy simple, y a la vez algo paradójico, de que para construirse como nación moderna la Argentina debía extranjerizarse(1). Precisamente este tópico es clave para comprender los alcances de un fenómeno que en los primeros años del siglo XX terminó finalmente por desbordar las aspiraciones de la elite gobernante respecto a la inmigración. Hacia 1910 ya se había configurado el primer nacionalismo orientado, ante todo, a conservar los rasgos de vida distintivos de los que gozaba hasta entonces la oligarquía. Pese a ello, tan sólo una década después, cuando las clases medias de origen inmigratorio conformaron mayoritariamente la fisonomía de la ciudad, aquel intento del patriciado porteño se vio desplazado por una serie de factores de orden social, político y cultural, cuyas manifestaciones se hicieron elocuentes tanto en la literatura como en la prensa escrita de la época.
En relación con esto último, nos proponemos mostrar ciertos rasgos característicos de la modernidad tal como se manifiestan en el Río de la Plata, específicamente en Buenos Aires, a fines de los años veinte y comienzos del treinta. Con tal fin nos centraremos especialmente en las Aguafuertes porteñas(2) del escritor y periodista Roberto Arlt, publicadas en el diario El Mundo entre 1928 y 1933. Esta elección se fundamenta en dos factores íntimamente ligados: por un lado, su mirada de la vida urbana tal como se ve reflejada en las Aguafuertes, nos ofrece un material cuya riqueza impacta directamente en el análisis de orden sociológico; por el otro, el estilo de Arlt apunta y explota un núcleo estético capaz de hacer visible la otra cara de la modernidad en Buenos Aires.
En cuanto al contexto general del período analizado nos apoyaremos fundamentalmente en trabajos de Beatriz Sarlo(3/4). En ellos la intelectual argentina explora la modernidad en Buenos Aires mediante la categoría de cultura mezcla y la noción de modernidad periférica con el objeto de hacer patentes las particularidades del fenómeno en el ámbito rioplatense. Por otra parte, será provechoso a los fines de nuestro trabajo poner en contacto ciertos pasajes de las Aguafuertes con determinadas categorías desarrolladas por G. Simmel en su sociología del espacio(5).


I

La aceleración de los tiempos históricos constituye una de las características fundamentales de la modernidad. Si admitimos como punto de referencia la Revolución Francesa apreciamos que tan sólo un siglo después Europa ha experimentado una serie de cambios radicales en los ámbitos político, económico, social y cultural. Aún más notable resulta la celeridad de los tiempos históricos al situarnos en el caso argentino. Es posible captar los rasgos constitutivos de la modernidad en un lapso de tiempo asombrosamente breve en relación con la experiencia europea. De hecho cuando en el Río de la Plata explota la modernidad Europa ya había transitado por los momentos de mayor optimismo al tiempo que comenzaba a descubrir la cara más cruel de la nueva época.
Al poner en contacto la radical transformación que la modernidad generó a uno y otro lado del océano es posible percibir un suelo común de experiencias. Sin embargo, es necesario señalar dos instancias divergentes: mientras que el caso de Europa expresa un proceso que se debate en la legitimación de la nueva conciencia dentro de sus propios contornos, el rioplatense se define en función de una recurrente mirada hacia afuera. Este mecanismo traza una lógica basada en una estrecha relación entre un centro irradiador y una periferia receptora. Tras esta perspectiva se vislumbra que la construcción de la Argentina moderna se caracteriza por un proceso ininterrumpido y descomunal de importación de bienes, discursos y prácticas simbólicas. Dentro de este marco, el efecto modernizador en la Argentina se torna impensable sin considerar la cuestión inmigratoria. El período que media entre 1880 y 1910 condensa la mayor afluencia de extranjeros, la cual se orienta, bajo los lineamientos del proyecto oligárquico, a proveer de mano de obra al aparato productivo. Pero, será en torno a los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo, dirigidos a celebrar ante el mundo el “milagro argentino”, que se harán evidentes las inconsistencias de un proyecto sesgado por la parcialidad y la prisa. Más allá de las pequeñas colonias agrícolas que se asentaron en el interior del país, la inmensa mayoría fijo su residencia, por un proceso de decantamiento, dentro de los límites del casco urbano de la Capital. Concretamente, “la nueva población lejos de extenderse en relación proporcionada a la disponibilidad a las tierras cultivables, fue virtualmente compelida a arracimarse en el núcleo urbano de Buenos Aires”(6).
Si bien ya a fines del siglo XIX Buenos Aires había adquirido muchas de las características de la gran urbe, lo cierto es que el cosmopolitismo y el ritmo metropolitano que la ciudad exhibía en torno a los años veinte eran señal del espectacular crecimiento experimentado en las dos primeras décadas del siglo XX. La introducción del sufragio universal en 1912 y, cuatro años más tarde, el triunfo de Hipólito Yrigoyen en las elecciones presidenciales marcan el ingreso en la vida política del país de la clase media urbana y rural. El nuevo actor político da cuenta del elevado porcentaje de inmigrantes que integra la población total, el cual se hallaba compuesto de modo mayoritario por italianos y españoles. Así, casi treinta años después de los primeros levantamientos obreros, los sectores de origen inmigratorio adquirieron legitimidad institucional finalmente en la década del veinte. Sin embargo, tal concreción en el plano político era ya una realidad patentizada en la fisonomía cosmopolita que presentaba Buenos Aires desde la última década del XIX.
En cuanto al carácter metropolitano, la ciudad contaba con edificios, avenidas y medios de transporte que la situaban, desde el punto de vista urbanístico, en un nivel de desarrollo nada despreciable respecto a las grandes urbes europeas. A esto se sumaba el impresionante progreso experimentado por la industria editorial. La ciudad se encontraba en constante transformación y la prensa escrita sería la encargada de registrar el ritmo incesante de tal proceso. Los medios gráficos de la época reflejan tanto la disolución de las antiguas aspiraciones nacionalistas de la oligarquía como la emergencia de nuevas formas de sociabilidad derivadas de los usos y costumbres introducidos por la masa inmigratoria. Aunque este fenómeno encuentra paralelo en otras ciudades latinoamericanas, Buenos Aires resulta, por particularidades de carácter histórico y cultural, el gran escenario latinoamericano de una cultura de mezcla: "modernidad europea y diferencia rioplatense, aceleración y angustia, tradicionalismo y espíritu renovador, criollismo y vanguardia configuran una mixtura de elementos tanto endógenos como exógenos cuya sedimentación dará lugar a un debate nunca zanjado en la cultura argentina"(7). Por esto, aquello que define una cultura de mezcla es probablemente el modo más genuino que disponemos para pensar los orígenes de la Argentina moderna.
Con una población alfabetizada cercana al 90% la acogida que tienen diarios y revistas señala uno de los rasgos más notables de la década del veinte. Por entonces, se asiste de modo patente al impulso modernizador de la cultura escrita. Este hecho aúna dos facetas relevantes de lo que conforma en sí mismo un solo fenómeno: por un lado, como ya se dijo, el alto grado de alfabetización; por el otro, la consolidación de la figura del escritor profesional.


II

Roberto Arlt (1900-1942) no sólo representa la figura del escritor profesional sino que expresa, por primera vez en el panorama de la cultura escrita argentina, aquellos rasgos que hacen del escritor un asalariado como cualquier otro. El propio Arlt relata el carácter fortuito que acompaña su profesión: “A los diecinueve años no sabía cuál iba a ser mi camino efectivo en la vida. Si sería comerciante, peón, empleado de alguna empresa comercial o escritor. Sobre todas las cosas deseba ser escritor”(8). Más allá de manifestar una temprana vocación por la escritura se imponía un hecho determinante: siendo hijo de inmigrantes la economía mercantil de la ciudad le deparaba un empleo “naturalmente” asignado a los hijos de clase media de origen inmigratorio. Si bien el trabajo intelectual había comenzado a consolidarse como actividad profesional específica desde la década precedente, quienes se hallaban en condiciones de insertarse en este nuevo espacio eran principalmente escritores cuya formación y linaje los predisponía de modo privilegiado en relación con la literatura. De allí que el hado final de escritor profesional en Arlt pueda ser considerado, tal como él mismo sostiene, un hecho accidental. Desde época muy temprana Arlt se dedica al periodismo para ganarse la vida y precisamente será la fama adquirida como columnista del diario El Mundo lo que introducirá su nombre en el mundo de la literatura porteña. En tal sentido, su ingreso al campo literario señala no sólo un rasgo distintivo en cuanto a estilo y formación sino también en relación con el público lector: “Arlt hablaba de lo que no se hablaba en la literatura argentina, porque como escritor, venía de otra parte. [...] Era un extranjero. Había en él una perturbadora continuidad con el mundo de los pobres que no se basaba en la simpatía ideológica ni en la preocupación moral, sino en un territorio de cultura que constituía un piso común”(9). Precisamente tal vinculo con la cultura marginal de Buenos Aires será central en la representación de la vida urbana que Arlt reflejará en las Aguafuertes porteñas como producto de su labor periodística.
Por otra parte, entrada la década del veinte, la figura de Arlt es representativa del hecho que la labor del escritor afincado en Buenos Aires ya no resultaba ajena a la progresiva profesionalización derivada de una división del trabajo cada vez más específica. Claramente se vislumbra por entonces que el efecto modernizador en la economía local había alcanzado la suficiente complejidad como para extender al ámbito intelectual la idea del trabajo especializado. La sociología de Durkheim hizo hincapié en este aspecto de las sociedades modernas mostrando cómo el trabajo se separa no sólo del hogar, sino también del ocio, de la religión y otras esferas de la vida privada. Si el caso de Arlt resulta particularmente ilustrativo se debe a que, a diferencia de los escritores de “linaje”, coloca su rango de escritor en igualdad de condiciones que cualquier otro trabajador asalariado:
“Todos nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos a veces en afirmar que lo blanco es negro y viceversa. Y, además, hasta a veces nos permitimos el cinismo de reírnos y de creernos genios…”(10)
El imperativo de ganarse el “puchero” como escritor no sólo recorta el grupo que abarca el “todos nosotros” sino que a la vez establece un vínculo con la verdad cuya relativización desestabiliza la opinión que otorga autoridad moral a la labor del intelectual. En una aguafuerte, motivada por la consulta de un lector acerca de qué tipo de lecturas son útiles para juventud, Arlt, al tiempo que ironiza acerca de la inutilidad de los libros, alude a la tarea del “escritor como operario”:
“Si usted conociera los entretelones de la literatura, se daría cuenta de que el escritor es un señor que tiene el oficio de escribir, como otro de fabricar casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de casas, es que los libros no son tan útiles como las casas, y después…después que el fabricante de casas no es tan vanidoso como el escritor.”(11)
En un fragmento autobiográfico recurre al tono anecdótico para señalar su destino profesional: “He cursado las escuelas primarias hasta el tercer grado (es decir, hasta los diez años). Luego me echaron por inútil. Fui alumno de la Escuela de Mecánica de la Armada. Me echaron por inútil”(12). Aún cuando en esta declaración, como así también en la cita anterior, pretenda justificar su destino ineluctable como escritor, es posible realizar una doble lectura. Por un lado, revela la intención de postular cierta jerarquía del trabajo manual sobre el intelectual y, por el otro, el recurso a la ironía configura una estrategia de autolegitimación de quien se reconoce como un advenedizo en el terreno literario. El carácter inmigratorio de su filiación y una formación casi autodidacta canalizada a través de un bagaje de lecturas desordenadas y asistemáticas que incluyen desde folletines, traducciones en ediciones baratas de la “alta literatura” (Baudelarie, Dostoievski, Tosltoi), hasta obras de divulgación científica y tecnológica contrasta con el origen patricio y la sólida formación de los escritores que por entonces eran representativos de movimientos de vanguardia. Ya sea que se suscriba a estos últimos a alguna de las dos famosas corrientes literarias de la década del 20, Boedo o Florida, todos ellos gozaban de un vínculo con la tradición y una relación con la lengua vernácula que remite a Roberto Arlt, sin más, a un espacio singular. Las directrices de cada una de las corrientes mencionadas pueden ser resumidas sucintamente mediante la observación que realiza Álvaro Yunque, uno de los escritores paradigmáticos de Boedo: “los de Boedo querían transformar el mundo y los de Florida se conformaban con transformar la literatura. Aquellos eran “revolucionarios”. Estos “vanguardistas”(13). Dado que los escritores de Boedo miraban preferentemente hacia Rusia y dado que Arlt más de una vez se autodenominara “rusófilo” resulta tentador adscribir su producción al grupo de Boedo. Pero, mientras que aquellos adoptan el realismo decimonónico, la escritura arltiana, aunque comparte como tópico la realidad social, da cuenta de nuevas técnicas estilísticas que impactan por su novedosa fuerza expresiva(14). Sin embargo, su particular relación con la lengua y su experiencia del tiempo histórico constituyen los factores que lo distancian claramente tanto de unos como de otros.
A diferencia de los escritores patricios que, en los años veinte, pretenden fundar una mitología nacional -urbana en el caso de Borges y rural en el de Ricardo Güiraldes, autor de la canónica obra de la literatura argentina, Don segundo sombra (1926)- marcada por el sentido del pasado histórico y del pasado de la ciudad, la escritura de Arlt no tiene pasado de referencia(15). Toda su fuerza expresiva condensa un presente cuya autorreferencialidad no puede menos que explotar en una multiplicidad de particularidades. Las aguafuertes “pintan” las escenas urbanas y los caracteres individuales como tipos únicos, nombrables sólo en función de aquello que el individuo hace o deja de hacer pero nunca como manifestación de una esencia legitimada por el pasado. Tal como veremos más adelante, esta experiencia del tiempo no sólo se desprende del pasado sino que traza una proyección del futuro que anuncia una ciudad nueva a partir de una estética caótica y refractaria a la sensibilidad moral.
En cuanto al vínculo de Arlt con la lengua lo encontramos especialmente plasmado en aguafuertes tales como El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular o Divertido origen de la palabra “squenun” o El idioma de los argentinos. En éstas, como en otras de las tantas aguafuertes aparecidas en el diario El Mundo entre 1928 y 1933, es posible visualizar un trabajo de buceo en el habla de la calle, una suerte de etimología urbana orientada simplemente a mostrar ese discurso que circula al margen de los dispositivos literarios. Y es precisamente en ese mostrar la realidad social de modo ficcional que Arlt construye tipos sociales tan irreductibles como los términos mismos que emplea para designarlos. Vale citar algunos de estos términos incluidos en diferentes pasajes de las aguafuertes mencionadas más arriba: “No hay porteño, desde la Boca a Nuñez, y desde Nuñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez: -Hoy estoy con “fiaca”-. O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y mirando al jefe, no dijera: - ¡Tengo una “fiaca”!- De ello deducirán mis asiduos y entusiastas lectores que la fiaca expresa la intención de “tirarse a muerto”, pero ello es un grave error.”(16)
Antes de enumerar una serie de ejemplos típicos, accesibles sin mayores cuidados en las escenas de la vida urbana, el autor precisa: “La “fiaca” en el dialecto genovés expresa esto: “Desgano físico originado por falta de alimentación momentánea”; y más adelante especifica: “Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseo de dormir como los durmientes de Éfeso durante ciento y pico de años.”(17) Luego se encargará de mostrar que este término, por entonces en boca de los almaceneros en la década del veinte –gremio compuesto mayoritariamente por comerciantes ibéricos- había sido recibido de los almaceneros que a comienzos de siglo eran predominantemente genoveses. Luego dado que los dependientes de carniceros, verduleros y otros mercaderes eran jovencitos argentinos hijos de italianos el término trascendió, hecho que Arlt describe diciendo: “Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios”.(18)
Frente a la lengua vernácula, el habla de la calle se presenta como la "tierra nativa" y, al mismo tiempo, funda el verdadero espacio de intercambio. La circulación de los términos propios del habla de la calle expresa aquello que permite dar cuenta de algún punto de anclaje frente al torrente de experiencias representado por la constante transformación que caracteriza la vida de la metrópolis. En consecuencia, el sustrato de experiencias comunes, características del Buenos Aires marginal, sólo puede tornarse accesible apelando al registro del habla de la calle. Es a partir de este recurso que los relatos que componen las aguafuertes porteñas expresan el conflicto entre una continuidad ilusoria y una realidad fragmentada en virtud de lenguas, experiencias, códigos y roles sociales discordantes.


III

Mediante la operación que acabamos de señalar la escritura alrtiana se pliega al devenir de la vida urbana, articulando los términos de la calle con la multiplicidad de imágenes que acompañan el andar del transeúnte. Cuando el paso a través de la escena urbana adopta el ritmo de la vida metropolitana, el trayecto que media entre dos puntos distantes de la ciudad se disuelve en la experiencia del deambular, en eso que Arlt llama “callejear”. Es precisamente en el discurrir de dicha experiencia que el flâneur goza de una posición de privilegio, cuyo sustento radicaba especialmente en el carácter anónimo de su mirada. Se construye así una perspectiva privilegiada en tanto que la misma se presenta como un mirar en torno sin ser advertido por el entorno.
El crecimiento espectacular que caracteriza a la ciudad de Buenos Aires durante las dos primeras décadas del siglo XX introduce la condición de posibilidad para la experiencia del flâneur porteño. Beatriz Sarlo sostiene que “Arlt produce su personaje y perspectiva en las Aguafuertes, constituyéndose él mismo en un flâneur modelo. A diferencia de los costumbristas anteriores, se mezcla en el paisaje urbano como un ojo y un oído que se desplazan al azar. Tiene la atención flotante del flâneur que pasea por el centro y los barrios, metiéndose en la pobreza nueva de la gran ciudad y en las formas más evidentes de la marginalidad y el delito”(19). No es casual que en uno de sus primeros artículos, “Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires”, Arlt llame a Baudelaire “mi padre espiritual, mi socrático demonio”(20).
El fluir de las imágenes que acompañan el tránsito entre el centro y la periferia señala aquello que Simmel definió en el marco de su sociología del espacio. Más allá del espacio concreto que conforma el mapa urbano, la ciudad no se considera como “una entidad parcial con consecuencias sociológicas, sino una entidad sociológica que está constituida espacialmente”(21). Tal como sintetiza David Frisby, en el análisis de Simmel la ciudad se define en función de sus límites sociológicos y no territoriales(22). Esta perspectiva permite abordar el desarrollo de la cultura urbana más allá de las demarcaciones territoriales propias de toda gran ciudad. La mera diferenciación -por lo demás obvia- de las zonas de residencia de las clases altas y adineras respecto a aquellas habitadas por la clase media y los sectores populares no agota en absoluto la particularidad del fenómeno inducido por el proceso modernizador en el Buenos Aires del primer cuarto del siglo XX. El punto de vista sociológico que Simmel antepone al análisis particular de la distribución del espacio brinda la posibilidad de pensar la cultura urbana en función los entrecruzamientos que necesariamente se suceden en el marco de la ciudad. Así como la actividad del fomentismo, las uniones vecinales, cooperativas y el crecimiento de los centros comerciales en los barrios, trasladan hacia la periferia rasgos del centro; por otra parte, desde la periferia llegan al centro y se retiran diariamente las notas distintivas de una cultura construida al margen del progreso que suponen las edificaciones suntuosas, las grandes avenidas y las luminarias del centro. El progreso material que exhiben la city porteña y ciertas zonas del norte de la ciudad, el ritmo frenético de la calle Corrientes, la vida social y cultural en contacto con las vanguardias europeas, junto a la cultura marginal derivada de la nueva pobreza, de la mixtura de costumbres y lenguas de los inmigrantes, como así también el submundo de la ilegalidad y el delito se entrecruzan y yuxtaponen de manera espectacular en la Buenos Aires del veinte, dando lugar a ese fenómeno que Sarlo define como una cultura de mezcla.
Las condiciones para este fenómeno particular se manifiestan en el cruce entre la lógica propia la metrópolis moderna y las apropiaciones realizadas por las entidades sociológicas que la integran. Siguiendo a Simmel vemos que la prioridad sociológica rige los análisis espaciales en tanto la realidad social sólo puede ser aprehendida fragmentariamente. Así una calle, un bar, una plaza o un tranvía se presentan como espacios donde es posible asistir al conflicto entre la esfera subjetiva y la objetiva.
Con el desarrollo del transporte público los límites geográficos dejan de señalar una mera demarcación territorial. Estos límites pasan ser tan solo paradas en un recorrido que a la vez incluye a otro mayor. Se genera así la apariencia de un movimiento ininterrumpido: el punto de arribo y el de partida se yuxtaponen sin solución de continuidad en tanto que el trayecto total necesariamente revierte sobre la dirección anterior, iniciando de este modo nuevamente la serie de paradas como si la interrupción de la circulación en la ciudad constituyera una amenaza contra su vida.
Tal como sucede en otras metrópolis, el tranvía o el ómnibus trazan en Buenos Aires el nexo entre el centro y la periferia, configurando la experiencia del viaje como un encuentro fortuito y efímero entre los individuos. Este tipo de encuentro adquiere la forma de un contacto esencialmente visual y otorga relevancia justamente a la preeminencia de tal percepción en relación con el medio urbano. Nos parece importante aludir al análisis que realiza Simmel cuando da cuenta del predominio de la cultura visual en el contexto de la ciudad: “Las relaciones interpersonales de los habitantes de las grandes ciudades se caracterizan por una insistencia mucho mayor en la utilización de los ojos que en la de los oídos. Podemos atribuirlo principalmente a la institución de los transportes públicos. Antes de que se generalizaran los autobuses, trenes y tranvías durante el siglo XIX, las personas nunca se encontraban en la situación de tener que mirarse durante minutos o incluso horas seguidas sin cambiar palabras.”(23)
Los desplazamientos en los medios de transporte a los que diariamente se ve constreñido el hombre de la ciudad configuran situaciones de percepción visual que remiten a planos divergentes. Por una parte, la sucesión de imágenes que discurren tras la ventanilla define un orden exterior caracterizado por cierta lejanía y fugacidad de los objetos. Por la otra, el espacio interior del vehículo determina percepciones de proximidad y estabilidad relativas. Frente a la fugacidad de un paisaje que se presenta siempre igual en los recorridos realizados habitualmente en los transportes públicos, la posibilidad de concentrar la mirada sobre un fondo estable establece un doble juego de miradas. El primero lo representa el acto de la lectura realizada durante los trayectos de un punto a otro de la ciudad. Este fenómeno se encuentra especialmente alentado en Buenos Aires por aparición de periódicos en tamaño tabloid y, además, por la proliferación de ediciones baratas y fácilmente manipulables, fenómenos que alcanzan su punto culminante hacia finales de la década del veinte. El segundo aspecto atinente a la fijación de la mirada supone visualizar ya no la tipografía de la hoja impresa sino rostros o situaciones que se suceden en el entorno próximo al lugar ocupado durante el trayecto. Son varias las aguafuertes en las que Arlt relata diferentes experiencias sucedidas durante un viaje en tranvía o en ómnibus:
“Iba sentado hoy en el tranvía cuando al volver la vista tropecé con una pareja constituida por un robusto bizco, con lentes de armadura de carey y una moza rubiona, cara de pseudo estrella cinematográfica. La moza tenía uno de esos ojazos que dicen “me gustan todos, menos el que llevo al lado”. Era el novio, se veía a la legua, la moza rubiona escuchaba semiaburrida y mi bizco dale que dale. Yo pensaba de paso: “Te adornará la frente, querido bizco” .. y no podía menos que acusarme de mal pensado.” [...] “Indudablemente, un bizco enamorado es un espectáculo melodramático y tragicómico, sobre todo si se las tira de sentimental y gasta gafas y se peina con gomina. Por eso todos los tripulantes de ese tranvía eterno nos mirábamos como si de pronto nos hubieran trasladado a un centro recreativo, mientras que la moza rubiona miraba en redor como diciendo: “Dejen que vayamos al Civil y verán luego cómo lo meto en vereda”.(24)
El hecho de no intercambiar palabras o bien tan solo breves comentarios sin ninguna posibilidad de ampliar el contenido de la conversación, manifiesta que el contacto visual adquiere absoluto predominio en la experiencia cotidiana de la ciudad. Así la preeminencia de la cultura visual determina una serie de experiencias estrictamente subjetivas, las cuales se caracterizan por remitir al fuero íntimo el producto de las fantasías individuales del sujeto. De allí, que el narrador experimente la sensación del traslado a un centro recreativo, al tiempo que la alusión al tranvía eterno expresa la ausencia de temporalidad que es condición de la experiencia compartida. Por ello, la posibilidad de comunicar la vivencia personal adquiere necesariamente la forma de una proyección de la experiencia individual en todos los tripulantes que ocasionalmente comparten el espacio cerrado del tranvía.
Si bien la escritura de Arlt es expresión del aislamiento del hombre que vive en las grandes ciudades, su recurrencia al habla de la calle da cuenta de un canal marginal de comunicabilidad de la experiencia. Así las relaciones subjetivas, escindidas por el modo de vida moderno, encuentran un único puente representado por los códigos que rigen el imaginario del hombre arquetípico de las descripciones arltianas. Pero aquello que sus ácidas descripciones transmiten es justamente la cara de una modernidad que, tras el velo de la complejidad inherente a la vida en la gran ciudad, resignifica las relaciones de poder en términos acordes a la cultura de mezcla imperante en la sociedad porteña de los años veinte. La escena entre el bizco y la moza rubiona no es más que una forma de la lucha de poder entre los sexos y así como resultan excepcionales escritoras como Alfonsina Storni o Victoria Ocampo que pugnan por ocupar lugares equivalentes a los hombres, el público femenino que mayormente sigue la producción de Arlt se debate ante la tentación de una vida libre de prejuicios y la sujeción a una moral predominante marcada por los hombres. Tal como sostiene Sarlo, la escritura de Arlt “denuncia el noviazgo y el matrimonio como trampas para hombres solos tendidas por mujeres hipócritas y poco escrupulosas, angustiadas ante la posibilidad de una soltería que representa, además de una capitis diminutio social, el seguro estado de la estrechez económica”(25). Aguafuertes como El soliloquio del solterón(26) o La muchacha del atado(27) abordan las consecuencias del problema desde extremos opuestos pero ya se trate del punto de vista masculino o del femenino, en ambos se vislumbra que el aislamiento experimentado por el habitante de la urbe es tanto más opresor cuanto más estrecho se presenta el acceso a la cultura, el trabajo y el dinero. De hecho, tal es la experiencia de los personajes de las Aguafuertes porteñas y esta realidad ficcionalizada se traduce en el plano sociológico como la expresión más cabal de la cultura marginal que acompaña el proceso modernizador del Buenos Aires de los años veinte. De allí que las trazas del mapa urbano se vean desbordadas en las postales representadas por cada una de las Aguafuertes porteñas.
En estos relatos, cuya acidez invalida toda alusión a mero pintoresquismo, se hace patente la necesidad que Arlt experimenta de concebir tipos irreductibles como único medio para dar cuenta de los destellos de la realidad social que en sí mismo representan los casos individuales. Se suceden así en las aguafuertes caracterizaciones únicas construidas en función de imágenes fragmentarias, nombrables sólo a partir del material con el que están compuestas, esto es, los residuos de experiencia cristalizados en el habla de la calle.
“El hombre de la camiseta calada” es aquel guardián del umbral, el esposo de la planchadora que “se levanta por la mañana tempranito y le ceba unos mates a la damnificada, diciéndole: “¿te das cuenta que buen marido que soy yo?”. Luego de haber mateado a gusto, y cuando el solcito se levanta, va al almacén de la esquina a tomar una cañita, y de allí tonificado el cuerpo y entonada el alma, toma otros mates, pulula por el taller de lavado y planchado para saludar a las “oficialas”, y más tarde se planta en el umbral”.(28)
“La mujer que juega a la quiniela” es característica de determinados barrios, no de todos; porque hay barrios donde la quiniela no prospera, mientras que en otros sí. [..] este vicio, que se disculpa en los pobres, porque son los pobres los únicos que tiene necesidad de dinero, se disculpa y explica, una vez más, en la pantalonera, que, al ir de compra, no pude resistir la tentación que le presenta ese diablo desfachatado y con gorra que es el quinielero.”(29)
“El hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los acontecimientos turbios en los que está mezclado, es el tipo más interesante de la fauna de los pilletes. [..] Donde más ostensibles son las virtudes del ciudadano Corcho es las “litis” comerciales…En estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano corcho flota en las aguas de las tempestades con la serenidad de un tiburón. ¿Qué los acreedores se confabulan para asesinarlo? Pedirá garantías al ministro y al juez. ¿Qué los acreedores quieren cobrarle? Levantará más falsos testimonios que Tartufo y su progenitor. ¿Qué los falsos acreedores quieren chuparle la sangre? Pues, a pararse, que si hay sujeto con derecho a sanguijuela, es él y nadie más….”(30)

IV

Las anteriores como tantas otras caracterizaciones presentes en las Aguafuertes, repiten una y otra vez la cara de la modernidad que Arlt no sólo experimenta y escribe sino que además padece y denigra. Los relatos proyectan una esfera donde los códigos morales ceden siempre indefectiblemente ante los códigos de supervivencia. En la ciudad de los personajes arltianos la supervivencia individual habilita una serie de códigos marginales: principios rectores de un mundo que discurre en las sombras para una burguesía aún confiada en el progreso y la prosperidad, instancias que perderán su estatuto de curso virtuoso e ininterrumpido tras la crisis del treinta. Cada uno de los “tipos” que describe Arlt denuncia a la metrópolis como lugar sórdido y vulgar, infernal y hostil. La posibilidad de construir literariamente estos “tipos” remite a la idea mencionada al comienzo de nuestro trabajo cuando referíamos la figura de Arlt como expresión del flâneur porteño. Si su mirada permite poner de manifiesto la incapacidad para pensar lo moral más allá de los casos particulares, al punto de sustituir códigos morales por otros de supervivencia, se debe precisamente al mecanismo por el cual la mirada del flâneur hace visible lo oculto: las asimetrías en el reparto de poderes y riqueza.
En una aguafuerte titulada El placer del vagabundear Arlt reflexiona sobre su propia experiencia y señala la necesidad de dejarse llevar por el ritmo de la vida urbana: “Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia”(31). Esta metáfora expresa la diferencia de naturaleza entre aquel que simplemente mira y aquel otro que aspira a que su mirada se realice en la escritura. Mediante este acto la figura del flâneur pasa a un plano secundario en tanto ya no se trata de un puro mirar sin ser advertido sino de arrancar mediante la escritura algo de la realidad que pueda ser testimonio de aquella mirada anónima. Lo relevante para Arlt radica en que tal apropiación de la realidad tiene por condición la errancia y el goce como instancias indiscernibles. De allí que “el profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de los tipos humanos”(32). Se hace presente entonces en la prosa arltiana la perversión de un mirar que se deja atrapar por una estética de la pobreza y la marginalidad. Ese núcleo estético es precisamente la condición que posibilita la emergencia de la otra cara de la modernidad en Buenos Aires.
"[..] Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y para los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zaranda infernal”(33).
No es casual que Arlt enfatice el paso del escaparate al escenario representado en los cartones de Goya. Mientras que frente al escaparte sólo es posible un mirar anónimo, ante los cartones de Goya la experiencia del infierno se pliega a la vida de la ciudad marginal. Para Arlt los rostros de la modernidad porteña no se manifiestan sólo en los escaparates sino que se multiplican en la vida que circula por las calles y los pasajes de una ciudad oculta. Si el mero callejear va aparejado con el goce estético ciertamente perverso que ofrece el carácter incógnito de la mirada, la mediación de la escritura suprime ese mirar anónimo en favor de una apropiación de la realidad que funda una experiencia comunicable. De este modo, la mirada anónima del flâneur se disuelve necesariamente en la palabra del poeta urbano.
“Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casa quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras de ese dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquel que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o en Calcuta...”. (34)
Por una parte, la ceguera es ante todo la mirada vacía, sin vida ni lenguaje propio, por la otra, la experiencia original de la vida de la ciudad no sólo se concretiza en cada uno de los hombres sino que involucra la posibilidad misma de una experiencia comunicable. En las aguafuertes, el estilo periodístico de Arlt no elabora crónicas porteñas sino que, a través de la prensa escrita, pone en funcionamiento una poética que reúne los fragmentos que componen la otra cara de la vida moderna en Buenos Aires. En tal sentido, su admiración por Baudelarie se corresponde con el punto de vista especial que éste atribuye al poeta ya que “disfruta del privilegio incomparable de poder ser a su guisa él mismo y otro. Como las almas errantes que buscan un cuerpo, entra, cuando quiere en el personaje de cada uno”.(35)
Ahora bien, en la escritura de Arlt tal posibilidad se realiza en tanto su experiencia del callejear remite al lenguaje como aquel espacio de intercambio simbólico que posibilita la transfiguración del lenguaje hablado en el ámbito de la cultura marginal porteña al lenguaje literario. Esta operación se manifiesta en las aguafuertes mediante la introducción de todos los elementos populares, vulgares y extranjerismos que circulan en el habla bonaerense de su época. No se trata de acercar el habla de la calle al lenguaje literario sino, por el contrario, de articular un estilo resistente a la normalización y al ocultamiento de aquellos rasgos humillantes que son también constitutivos del “progreso”. El estilo transgresivo de Arlt pone de manifiesto la cara denigrante de la modernidad en Buenos Aires pero a la vez, el mismo material que articula sus descripciones puede evitar el colapso individual y colectivo. La calle es para Arlt la causa y simultáneamente la posibilidad de pensar el futuro:
"Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continúa vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran."(36)

Bibliografía
Arlt, Roberto, Aguafuertes porteñas, Losada, Buenos Aires, 1999.
Benjamin, Walter, Poesía y capitalismo, Taurus, Madrid, 1993.
Devoto, Fernando, Historia de la inmigración en la Argentina, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 2003.
Frisby, David, Fragmentos de la modernidad: teorías de la modernidad en la obra de Simmel, Kraucauer y Benjamin. Visor, Barcelona, 1992
Gnutzmann, Rita, Introducción a El Juguete rabioso, Cátedra, Madrid, 1992.
Historia de la literatura argentina, Centro Editor América Latina, Buenos Aires, 1981.
Sarlo, Beatriz, Una modernidad periférica. Buenos Aires 1920-1930, Nueva Visión, Buenos Aires, 1989.
Sarlo, Beatriz, La imaginación técnica, Nueva Visión, Buenos Aires, 1997.
Simmel, Georg, Sociología, Alianza, Madrid, 1984