Textos seleccionados

Las siguientes Aguafuertes Porteñas y algunos de sus fragmentos, son parte de un conjunto de textos cortos que Arlt publicó como columnas periodísticas en el diario Crítica, de Buenos Aires, entre los años 1928 y 1932, y que describían la vida cotidiana de la ciudad, pero con temáticas y atmósferas muy variadas.
Algunas Aguafuertes son más infantiles que otras, algunas más cómicas, o trágicas, melancólicas, políticas, filosóficas, costumbristas, etc., pero todas significativas y representativas de nuestra ciudad, e ideales para explorar con la ilustración.

1. Ventanas Iluminadas (fragmento) Texto
2. El novio en el palco Texto
3. Matices Portuarios
Texto
4. Elogio agridulce del capuchino
Texto
5. Los tomadores de sol en el Botánico
Texto
6. El taller de compostura de muñecas 
Texto
7. El Pan Dulce del cesante
Texto
8. Elogio de lo cursi
Texto
9. Silla en la vereda (
fragmento) Texto
10. Me acuerdo de Don Esteban
Texto
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          Ventanas iluminadas (fragmento)
         Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la noche que ese rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un viento de maleficio.
         ¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar; un hombre?. 
        ¿Quiénes están allí adentro?. ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos?. ¿Nace o muere alguien en ese lugar?.
         En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.
       Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cortinados, y que entre los visillos y las persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la sombra, el vigilante Ve se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas, mientras que la ventana iluminada, falsa como mula bichoca, ofrece un refugio temporal, insinúa un escondite contra el aguacero de estupidez que se descarga sobre la ciudad en los tranvías retardados y crujientes.
Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pensión, y no se reúnen en ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos muchachos que pasan el tiempo conversando mientras se calienta el agua para tomar mate.


El novio en el palco
El novio en el palco es un plato. Por lo general, se acollaran dos familias para alquilar un palco. Las viejas atrás, eructando una comida morfada a prisa. Las niñas en estado de merecer, adelante, haciendo mojigaterías con el hocico. En un rincón del palco, los novios. Unos novios eternos, esgunfios, secos, él con calvicie incipiente, ella con este problema: “¿Cuándo se casará este gil?”.
Pasan los forajidos con narices obscenas y haciendo cortes de manga a bordo de un
birloche desencuadernado. La pareja de novios se escandaliza. Los forajidos vomitan
desvergüenzas. Las viejas que eructaban, fruncen el hocico. Las niñas delanteras se ríen
desfachatadamente.
Pasan unos turros a pie, enfundados en unos metros de arpillera. Careta de diez guitas. Una zanahoria gigante colgada de una soguita. Le dan con la zanahoria en la cabeza al novio y rajan.
Pasan dos infelices. Dos infelices que incitan al puntapié. Pantalón blanco, rancho en la mano, bien untados en gomina y estupidez, con un bebé de celuloide en la mano y un ramillete de flores. Le dicen a las zoncitas que desde el palco les enseñan un canastito:
-¿Qué me das por este muñequito?
¿Por qué no se podrá escribir malas palabras en los periódicos? ¿Por qué… Dios mío? Yo soy un hombre honesto y bien intencionado, pero de vez en cuando largaría una andanada.
Pasa una brigada de malandrines. Ágiles de manos y ágiles de pies. Resoplan como
ballenatos y ventosean como mulos. Las personas decentes, al verlos avanzar, se retiran como si fueran leprosos. Los malandrines llevan pantalón al revés, un pijama asqueroso, un rancho cortado en estrella, bastones de ardua solidez, cadena de atar perros y reloj despertador colgado del chaleco. Comen rajas de sandía, chupan naranjas y con vertiginosos manotones, tratan de pellizcarles las piernas a las sirvientas que miran con cara larga el corso eterno.
Los novios en el palco siguen esgunfiándose. Las viejas continúan eructando y vigilando que los pilletes no se roben los rollos de serpentina. Las niñas en estado de merecer siguen su conferencia con los dos infelices que están todavía prendidos con la pregunta:
-¿Y qué me das por el muñequito?
Y esto es Carnaval. ¡Haga el favor! Carnavales eran esos otros, aquellos en que con lo menos que le tiraban era con huevos podridos y líquidos orgánicos en estado de
descomposición… Carnavales eran aquellos en que a media noche, como sobre en un mar de borrasca, se veía la estampa de una fregona flotando sobre una multitud de brazos que
soliviaban las cocineras más gigantes del mundo. Esto no es Carnaval ni nada, esto es la caza del novio, la caza del marido, a base de fácil romanticismo que en el entendimiento de los giles despiertan unos metros de tarlatán y terciopelo despegado de un marco antiguo.


           Matices portuarios
           Usted, que se amarga en una oficina con un jefe que lo tiene de la cuarta al pértigo; usted que reniega sobre un libraco semejante al Sahara, usted que se embrutece día tras día construyendo columnas de cifras anonadantes y sumas piramidales como para desgastar el engranaje de una máquina de hacer las cuatro operaciones fundamentales; usted que está podrido del mostrador; usted que tiene ganas de emprenderla a patadas con los clientes de su patrón; usted que siente que el hígado se le está poniendo amarillo a medida que se oxida su juventud entre las cuatro paredes del comercio rasposo donde revuelve furiosamente los ojos su amo abocado a una quiebra; usted, hombre de todos los días, ciudadano de jeta avinagrada, soldado desconocido del “suma y sigue”, héroe ignorado de la cinta de hilera y de la puntilla valenciana, “poilu” de las cifras, boche de los cálculos, vaya, vaya una vez al puerto el día que esté abocado al suicidio, a la desesperación o a una tentativa de homicidio y mire.     
            Nada más…Vaya al puerto. Vaya que me agradecerá el consejo.
En el puerto se respira. En el puerto se bebe paisaje. En el puerto se recobran los sueños de la niñez. En el puerto se purifica el alma. En el puerto se aprende a soñar. A esperar, como esperan los transatlánticos. Una mañana perdularia por los diques produce sobre la imaginación los mismos efectos que una inyección de vitaminas. El vigor de la luz levanta la tapa de los cielos que parecen más altos y perfectos. El espacio se comba alegremente sobre la arboladura de los mástiles de acero y enrededor de las finas telarañas de las antenas de radio. Hasta el aire se diría entra burbujeando a los pulmones como una gaseosa; y se respira más libremente cual si se terminara de librarse de una opresión maldita. Se comprende la poesía de los ukeleles y de las guitarras hawaianas y se lamenta no haber nacido indígena para divagar en cueros y dormir bajo
tamarindos, mientras que los brujos se consultan el ombligo. De hecho, lo ataca a uno la inmensa voluntad de tirarse a muerto y escuchar cómo crujen los cabrestantes y las cadenas de los guinches.
¡Y después! Esos nombres de los barcos más bonitos que una cara de mujer. ¡Y después! Estos transatlánticos roñosos. Esos hombres fuertes y rubios, que trabajan entre un muro de granito y un casco sobre un agua de color jabón amarillo, que lame con aceitoso vaivén los hierros mordidos por los salitres de todos los océanos.
¡Ah! ¡Es maravilloso! La otra mañana he visto un casco, la proa del “Hardanger” color borra de vino, en tono malva suave. Tres muchachones azules, con cepillos de pelo largo y dócil como la melena de una mujer, pintaban de rosa el acero del casco, y éste parecía chupar ávidamente la pintura como si el hierro estuviera sediento de ese “coldcream” emoliente que extendía sobre su superficie vastas manchas de rouge claro.
¡Ah, estos trabajadores marítimos! Livianos y semejantes a un juego.
En el “Montferland” (paquebote holandés) un hombre entre agua y cielo, junto a la proa embetunada de bleque, repinta las cifras blancas indicadoras de los pies del calado. Pinta sin prisa, como si estuviera decorando los frescos de una iglesia, tranquilamente, posiblemente pensando en las acuáticas tierras distantes, en canales y molinos y doncellas holandesas con cofia y pesados zuecos de madera.
Más adelante tropiezo con el “Lima”. Lo envuelve una nube de polvo. Proviene del casco, donde repercuten los martillos de bolita, dejando el hierro moteado de viruela rojinegra. Enfrente, en el mismo dique, está el “Nimoda”, un paquebote de bandera inglesa, que parece destinado a un crucero pirático. Es todo negro, como las naves fantasmas o los barcos siniestros de las novelas impresionantes. Por la popa tiene un barril alquitranado suspendido sobre el agua semejante a un colador y es todo negro de la cala a los puentes. ¡Negro su casco, negro el entarimado de la cubierta, negros los rollos de soga gorda como el cuerpo de la boa constrictor, negros los ventiladores, negras las lonas que cubren el paramento que tapa la boca de las bodegas! Algunas virutas de madera amarillenta, caídas del barco del carpintero de a bordo ponen en el suelo con unas hachas de mango ondulado, las motas de una reparación primitiva. Junto a la cocina, un truhán con un tufo sobre la frente y camiseta color de hígado pela papas con la misma indiferencia de quien ve llover, mientras que el humo de su pipa se le tuerce al llegar al filo de la boina blanca aplastada como una torta.
Y dan ganas de subir a bordo y trabajar de lavaplatos y morirse un poco en todos los puertos del mundo.
Cae del espacio una luz de viaje. Se piensa en los trópicos erizados de palmeras y en las negras que bailan al son de un tambor que golpean con las palmas de las manos negros belfudos de cabeza emplumada.
Se piensa en una hamaca paraguaya. En los cauchales de la Malasia, en las factorías a las orillas del Hastinapura. Se piensa en el taparrabo, en una siesta eterna y en una noche iluminada por cocuyos, grandes como faroles de bicicleta. Se piensa en todo… en todo, menos en trabajar.
 
        Elogio agridulce del capuchino
        Minga de café. Abstención completa. ¿Y qué le queda a usted? Reducirse al capuchino, al innoble y seductor capuchino, que es una  mezcla, por partes iguales, de leche y café, servida en una tacita de café. La tacita, para que usted se haga la ilusión de que se manda a bodega una ración de achicoria, y para engañar la visión, como los cocainómanos que cuando no tienen con qué doparse, toman por la nariz ácido bórico o magnesia calcinada. El caso es hacerse la ilusión...
      ¿Qué hacemos con el retrato?
     ¿Qué hacemos con la tacita, si el café está en la express? ¿Qué hacemos? Aguantarse, mirar con envidia a los que piden un "café negro y bien cargado". ¡Adiós dulces tiempos del "café bien cargado"! Del café que llegaba humeando y cubierto de espumita marrón, para poner en los nervios una chispa azul de magia; adiós dulces tiempos. Abstención completa de "feca". ¿Y qué le queda para hacer? Así como el morfinómano, cuando no tiene droga se pincha con la "pravaz" para delirar un minuto en espera del éxtasis  blanco, así, el bebedor de café, recurre al engañoso capuchino para hacerse la ilusión de que todavía ingiere el negro y excitante veneno; veneno moroso, que le va rompiendo lentamente los nervios, sin que usted se aperciba.
      Y lo único que tiene el capuchino es la tacita. Esa tacita que es el retrato nada más. Esa tacita que usted toma con trémula mano pensando que contiene café; tacita que durante un minuto, dos, tres minutos, deja usted encima del mármol de la mesa y la mira halagado, porque es la tacita que contenía café; el café que ya usted no probará más, ¡vaya a saber por cuánto tiempo!
      ¿Qué le queda por hacer? Pedir un capuchino. También lo llaman "cortado". El mozo lo mide al socaire de una mirada burlona y grita, casi irónico:
      -¡Un cortado para uno!
      Y llega el cortado, y usted lo relojea brocoso. Eso es café con leche, café con leche para los que no han almorzado y a la una de la tarde piden un capuchino para engañar el hambre.
      Visión y gusto
      Y usted saborea el capuchino, buscando en el leve amargor del brebaje, ese otro recio amargor del café, que le distendía los nervios y le aceleraba el ritmo de las arterias; pero inútilmente. La leche, dulcificadora y neutra, anula la achicoria, y como único resto del antiguo placer, le queda el consuelo de alimentarse a base de un poquito de azúcar y un resto de lactosa.
      Más, ¿qué le quedaría para hacer sino contara con el capuchino fiel, con el último grado de la cafeína inofensiva; con el refugio del condenado por la maldita sabiduría de los médicos, que lo toman a usted, le encajan un artefacto en el brazo desnudo, lo inflan como una pelota de goma, y luego, doctoralmente, le dicen, a medida que se mueve la manecilla de un reloj?:
      -Exceso de presión arterial. Suprima el café; suprima el tabaco. Acuéstese con las gallinas, levántese con el sol. Haga gimnasia. No fume. No beba. No se excite, no se apasione, no lea, no escriba, no respire. ¿Ah, si? ¿ Respirar está permitido? Dígame: ¿Qué le queda a la víctima de uno de estos sierrahuesos? Refugiarse en el capuchino. Ofrecerle su vagancia y su aburrimiento  y su gimnasia, sus flexiones y sus trotes higiénicos al cortado, al capuchino.
      - Un cortado.
      Y viene el cortado, y usted experimenta la emoción de los antiguos tiempos, cuando se bebía diez o quince cafés por día; viene el capuchino en la tacita seductora, y usted lo mira conturbado. Allí está...¡pero no con el café! Y sin embargo, esa tacita es para café.       Pero a usted le está prohibido. En cuanto cometa el terrible pecado de pedir un café tendrá nuevamente la sangre al galope, los nervios en pleno estado de bolcheviquismo, y el fantasma del insomnio, el terrible insomnio que lo mantiene despierto hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, lo sobrecoge; y entonces tímidamente toma la tacita del capuchino y lo paladea lentísimamente, rebuscando en la leche cortada el sabor acre del café, pero es inútil. Eso es café con leche... eso no es cocaína, sino ácido bórico; eso no es morfina, sino el pinchazo de la aguja; eso no es una bomba, sino sencillamente un artefacto pirotécnico para hacerse la ilusión.
      Elogio Final
     Y usted termina por resignarse, por mirar con cara de perro a los que indolentemente y alegremente piden un café "en taza de té", que es un café doble. Y todo su atrevimiento se reduce al capuchino, toda su audacia se limita al camouflage de tomar un poco de café con leche en tacita destinada para el más sutil y rompedor de los venenos, para el tóxico que, a lo largo de los nervios, le va dejando un escalofrío que tiene una gota de luna y otra de "delirium tremens". Usted renuncia al veneno fácil y barato, para estancarse en el achocolatado, inocuo y estéril capuchino, que es el consuelo de los que no almorzaron a mediodía y de los otros, de los que tienen enfermedades inconfesables.
      Por eso, injustamente, si usted tiene los nervios bailando, el mozo que lo ignora lo sobra de una mirada irónica.



            Los tomadores de sol del Botánico
La tarde de ayer lunes fue espléndida. Sobre todo para la gente que nada tenía que hacer. Y más aún para los tomadores de sol consuetudinarios. Gente de principios higiénicos y naturistas, ya que se resignan a tener los botines rotos antes de perder su bañito de sol.
Y después hay ciudadanos que se lamentan de que no haya hombres de principios.
Y estudiosos. Individuos que sacrifican su bienestar personal para estudiar botánica y sus derivados, aceptando ir con el traje hecho pedazos antes de perder tan preciosos conocimientos.
Examinando la gente que pulula por el Jardín Botánico, uno termina por plantearse este problema:
¿Por qué las ciencias naturales poseen tanta aceptación entre sujetos que tienen
catadura de vagos? ¿Por qué la gente bien vestida no se dedica, con tanto frenesí a un estudio semejante, saludable para el cuerpo y para el espíritu? Porque esto es indiscutible: el estudio de la botánica engorda. No he visto a un bebedor de sol que no tenga la piel lustrosa, y un cuerpazo bien nutrido y mejor descansado.
¡Qué aspecto, qué bonhomía! ¡Qué edificación ejemplar para un señor que tenga
tendencias al misticismo! Porque, no dejarán de reconocer, ustedes, que una ciencia tan intrusa como la botánica debe tener virtudes esenciales para engordar a sujetos que calzan botines rotos.
De otro modo no se explicaría. Cierto es que el reposo debe contribuir en algo, pero en este asunto obra o influye algún factor extraño y fundamental. Hasta los jardineros tienden a la obesidad. El portero -los porteros están bien saciados-, los subjardineros ya han adquirido ese aspecto de satisfacción íntima que producen las canonjías municipales; y hasta los gatos que viven en las alturas de los pinos impresionan favorablemente por su inesperado grosor y lustroso pelaje.
Yo creo haber aclarado el misterio. La gente que frecuenta el Jardín Botánico está gorda por la influencia del latín.
En efecto, todos los letreros de los árboles están redactados en el idioma melifluo de Virgilio. Al que no está acostumbrado, se le embarulla el cráneo. Pero los asiduos visitantes de este jardín, deben estar ya acostumbrados y sufrir los beneficios de este idioma, porque he observado lo siguiente:
Como decía, fuí hasta allá ayer por la tarde. Me senté en un banco y, de pronto,
observé a dos jardineros. Con un rastrillo en la mano miraban el letrero de un árbol. Luego se miraban entre sí y volvían a mirar el letrero. Para no interrumpir sus meditaciones mantenían el rastrillo completamente inmóvil, de modo que no cabía duda alguna de que esa gente ilustraba sus magníficos espíritus con el letrero escrito en el idioma del latoso Virgilio. Y el éxtasis que tal lectura parecía producirles, debía ser infinito, ya que los dos individuos, completamente quietos como otros tantos Budas a la sombra del árbol de la sabiduría, no movían el rastrillo ni por broma. Tal hecho me llamó sumamente la atención, y decidí continuar mi observación. Pero, pasó una hora y yo me aburrí. El deliquio de esos pelafustanes frente al letrero era inmenso. El rastrillo permanecía junto a ellos como si no existiera.
¿Se dan cuenta ustedes ahora de la influencia del botánico latín sobre los espíritus
superiores? Estos hombres en vez de rastrillar la tierra, como era su deber, permanecían de brazos cruzados en honor a la ciencia, a la naturaleza y al latín. Cuando me fui di vuelta la cabeza. Continuaban meditando. Los rastrillos olvidados. No me extrañó de que engordaran.
Y vi numerosa gente entregada a la santa paz de lo verde. Todos meditando en los letreros latinos que se ofrecen con profusión a la vista del público.
  
 
          El taller de compostura de muñecas

Hay oficios vagos, remotos, incomprensibles. Trabajos que no se conciben y que, sin embargo, existen y dan honra y provecho a quienes lo ejercen.
Una de estas menestralías es la de componedor de muñecas.
Porque yo no sabía que las muñecas se compusieran. Creía que una vez rotas se tiraban o se regalaban, pero jamás me imaginé que hubiera cristianos que se dedicaran a tan levantada tarea.
Esta mañana pasando por la calle Talcahuano, tras del polvoriento vidrio de una
ventana, lúgubre y color de sebo, ví colgada de un alambre y por el pulso, una muñeca. Tenía pelo de barba de choclo, y ojos bizcos. Tan siniestra era la catadura de tal muñeca que me detuve un instante a contemplarla.
Y me detuve a contemplarla, porque allí, situada tras el vidrio, y colgada de esa mala manera, parecía la muestra de algún ladrón de niños o de una comadrona. Y lo primero que se me ocurrió fue que esa endiablada muñeca, polvorienta y descolorida, bien podría servir de tema para un poema de Rega Molina o para una fantasía coja de Nicolás Oliverio o Raúl González Tuñón. Pero más detenido aún por el atractivo que el ambiguo pelele ejercía sobre mi imaginación, llegué a levantar la vista, y entonces leí en el frente del ventanal, este letrero:
"Se refaccionan muñecas. Precios módicos".
Estaba en presencia de uno de los oficios más raros que se puedan ejercer en nuestra ciudad.
Tras de los vidrios se movían unos hombres polvorientos también, y con más cara de fantasmas que de seres humanos, y rellenaban con aserrín piernas de muñeca o estudiaban oblicuamente el vértice pupilar de un pelele.
Indudablemente aquella era la casa de las bagatelas, y esos señores unos tíos raros, cuyo trabajo tenía más parecido con la brujería que con los menesteres de un oficio.
Entre los codazos de las porteras, que iban a la compra, y los empujones de los
transeúntes, me alejé pero estaba visto que no debía perder el tema, porque al llegar a la calle Uruguay, en otra vidriera más destartalada que la de la calle Talcahuano, ví otro pelele ahorcado, y abajo el consabido letrero: "Se componen muñecas".
Me quedé como quien vé visiones, y entonces llegué a darme cuenta de que el oficio de componedor de muñecas no era un mito, ni un pretexto de trabajar, sino que debía ser un oficio lucrativo, ya que dos comercios semejantes prosperaban a tan poca distancia uno de otro.
Y entonces me pregunto: ¿qué gente será la que hace componer muñecas, y por qué, en vez de gastar en la compostura, no compran otras nuevas? Porque ustedes convendrán conmigo, que eso de hacer refaccionar una muñeca no es cosa que se le ocurra a uno todos los días. Y sin embargo, existen; sí, existen esas personas que hacen componer muñecas.
Son los que le agriaron la infancia a los pequeños. Los eternos conservadores.
¿Quién no recuerda haber entrado a una sala, a una de esas salas de las casas en
donde la miseria empieza en el comedor?
Son recibimientos que parecen cambalaches. Marcos dorados, retratos de toda una generación, diplomas por los muros, chafalonía sobre la mesita; rulos de pelos de algún ser querido y finado, entre los medallones; y sentada en una poltrona, rodeada de moñitos, la muñeca, una muñeca grande como una nena de un año, una de esas muñecas que dicen papá y mamá que cierran los ojos, y que sólo les falta andar para ser el perfecto homúnculo.
Es la muñeca que le regalaron a una de las niñas de la casa. Se la regalaron en tiempos de prosperidad, en tiempos de Ñauquín.
Y como la muñeca era tan linda y costaba sus buenos pesos, la nena nunca pudo jugar con ella.
Vistieron a la muñeca de lujo, la encintaron como a una infanta, como a un perro
faldero, y la colocaron en el sillón, para admiración de las visitas.
Y la nena sólo podía jugar con la muñeca el día que llegaban las visitas.
Entonces, bajo la mirada severa de las tías o de las parientas, la chiquilina con exceso de precauciones podía tomar la muñeca entre sus brazos y ver cómo cerraba los ojos o decía papá y mamá.
Naturalmente, mientras estaban las visitas.
Ahora bien; pasados los años, la compostura de una muñeca responde a un sentimiento de tacañería o de sentimentalismo.
Porque yo no concibo que una muñeca se haga componer. No hay objeto. Si se rompe, se tira, y si no que cumpla sus funciones de juguete hasta que los que se divierten con ella la tiren un buen día para regocijo de los gatos caseros.
Sin embargo, la gente no debe pensar así, ya que existen talleres de composturas. El sentimentalismo me parece una razón pobre.
Sin embargo, no sé por qué, se me figura que la gente que hace componer muñecas debe ser antipática. Y avara. Con esa avaricia sentimental de las solteronas, que no se resuelven a tirar un objeto antiguo por estas dos razones:
1ª Porque costó "sus buenos pesos".
2º Porque les recuerda sus viejos tiempos, quiero decir, sus tiempos de juventud.
Ahora si el lector me pregunta, ¿cómo con tal lujo de precauciones y de sentimiento conservador, las muñecas se rompen?, le diré:
El único culpable es el gato. El gato que un día se harta de ver el monigote intacto y a zarpazos lo tira de su trono churrigueresco. O la sirvienta: la sirvienta que se va de la casa por una discusión que ha tenido y desfoga su rabia a plumerazos en el cráneo de la loza engrudada de la muñeca.
Y los talleres de refacción de muñecas, viven de estos dos sentimientos.
  
 
      El Pan Dulce del Cesante
      Usted a entrado con toda naturalidad a una confitería, y a encargado su pan dulce, su turrón y su vino, con la serenidad de un hombre que cumple los ritos familiares que consagran las fiestas de fin de año. Usted ha entrado con toda naturalidad; pero ¿ me permite? Le voy a reproducir un diálogo, el terrible diálogo del pan dulce que estalla  hoy en muchas casas.
    Protagonistas: un hombre y una mujer. Hombre flaco, mujer flaca. La mujer puede estar inclinada sobre una batea o secando platos en una cocina. El hombre podrá estar arrancándose los pelos de la barba con una "gillette" consuetudinaria, en mangas de camisa y con la mitad de la barba afeitada y la otra mitad con barba de cinco días, escondida en la espuma de jabón.
      El diálogo patético
     La mujer: ¿Sabés? Habría que comprar pan dulce. Nunca hemos pasado una Navidad sin pan dulce.
      El hombre: Cierto. Ni el año que me rompí la pierna.
      La mujer: Ni el otro año en que estuviste enfermo de apendicitis.
      El hombre: Ni aquel año, ¿te acordás?, en que se murió el nene.
      La mujer: Ni tampoco aquel en que vos perdiste el empleo.
      El hombre: Sí, pero teníamos ahorros.
      Silencio. La mujer coloca los platos en un estante.
     El hombre se enjabona la otra mitad de la cara, donde se ha coagulado la espuma del jabón amarillo. La mujer suspira; se mira los brazos un momento, luego:
     La mujer: Habría que comprar pan dulce. Será muy triste para los nenes. Los chicos de todos los vecinos salen a la puerta con un pedazo en la mano. Y vos sabés cómo son los chicos; aunque no quieran, miran con ganas.
      El hombre (pensativo): Cierto, miran con ganas.
      La mujer: Y vos sabés cómo son los chicos..., sufren y no dicen nada...
      El hombre: Es así..., pero, no hay plata..., no hay, m’ija. Maldita navaja! No corta...
     La mujer (patética, sentándose en la orilla de una silla): Esta miseria... (el hombre vuelve bruscamente la cabeza) no te lo digo porque vos tengás la culpa... no...
     El hombre (dejando la maquinita de afeitar en el quicio de la ventana): No tengo un cobre, m’ija. Fuí a pie al centro. Estoy fumando puchos viejos. Maldito gobierno.
      La mujer: ¿ Y Jua, no te puede prestar?
      El hombre: Le he pedido mucho.
     La mujer. ¿ Y no hay nada que empeñar? (como hablando sola): ¿ Por qué será esta vida así? Habría que comprar aunque fuera medio kilo de pan dulce. ¿Sabés? El pan dulce... yo no sé....Vos ves el pan dulce, y la fiesta parece menos triste. ¿Me entendés?
      El hombre: Sí, sí, ya sé.
      La mujer. Hasta las sirvientas, ¿quién?...hasta el más pobre hoy tiene pan dulce en la casa. Hoy, a mediodía, lo ví pasar a Don Pedro con su paquete. Todos pasan con un paquete... (la mujer cansada y triste, cierra los ojos evocando paisajes idos. Apoya el mentón en la palma de la mano, el codo en la rodilla, y en la frente se ahonda una arruga)
      El hombre: ¿Y cuánto cuesta el kilo?
      La mujer: Dos cincuenta. Medio kilo sería… uno y veinticinco.
    La mujer: Hay que comprarlo. Los chicos no pueden quedarse mirando cómo comen los otros, ¿sabés? (Una voluntad sorda endereza la espalda de la mujer al pensar en los hijos. Mira con energía al hombre, en ese momento es casi su enemiga. En cambio, el hombre se abolla más en su impotencia egoísta. Pero mira a la mujer y la siente grande, grande a pesar de su fealdad, de sus brazos flacos, de su cara arrugada. La mujer, a su vez, piensa: "Y éste es el hombre, cuando el hombre y la mujer somos nosotras! El hombre es otra cosa sin nombre.")
      El hombre: Sí, hay que comprar el pan dulce. Un peso y veinticinco. A ver...
      La mujer (dulcificada). Tenés ese traje que está un poco arruinado.
     El hombre (tratando de salvar el traje): También hay un triciclo del pibe, que ya no lo usa casi...
      La mujer: No, el triciclo no. Además, si vendés el traje...
      El hombre: Cierto, se puede comprar, además, un poco de turrón. (Piensa: "Al fin y al cabo, también me compraré una caja de cigarrillos. No es mal negocio." Entusiasmado): Sí, hay que comprar el pan dulce. Váyase al diablo el traje. Los chicos...
      La mujer: Te darán quince pesos por el traje...
      El hombre (pensando en la caja de cigarrillos). Aunque me den diez, lo largo ...
      La mujer: No. Pedí doce cincuenta, lo último. Y te comprás un kilo.
      El hombre (súbitamente avergonzado de su egoísmo): ¿Y vos?, ¿no querés nada?
   La mujer (sonriendo con sonrisa cansada). No, m’ijo. No quiero nada. Ah! Comprate cigarrillos.
      Silencio.
      Luego los dos fantasmas se han quedado en silencio.
     Cada uno con los pensamientos por su lado. La mujer en su pasado; el hombre, en su futuro. La mujer, en lo que debe hacerse; el hombre en lo que puede hacer para él. Una generosidad y un egoísmo, siempre clavados de frente, siempre forcejeando en lo oscuro de su conciencia.
       Diálogo de muchas casas
     Juro que en muchas casas ha reventado hoy este diálogo de penuria y de angustia; que muchas mujeres flacas han pronunciado estas palabras que he escrito, y que muchos hombres han inclinado la cabeza con el alma arañada por esta miseria de un peso y veinticinco que cuesta medio kilo de pan dulce.


 Elogio de lo cursi
 Si usted quiere comer mal, vaya a uno de estos bares. Pero si quiere pasar un rato de cursilería deliciosa, de amigable espera, de dulce estar, de simpática concurrencia, entre a cualquier bar alemán de Belgrano; y le prevengo que pasará una hora deliciosa. Se sentirá cómodo y reconciliado con la vida. ¿Por qué? Porque el bar alemán es la síntesis de lo cursi; el bar alemán es la vulgaridad elevada a la categoría de artístico.
Y si no, vea:
Desde afuera, en cuanto se detiene el auto, lo recibe un gigante con librea verde y pelo color de remolacha. Y en vez de penetrar a un salón, usted entra a un jardín. A un jardín cuidadosamente afeitado y civilizado, con canteritos de juguete y cipreses bajo cuyas ramas se encuentran mesas rigurosamente pintadas de blanco, como si terminaran de desinfectarlas en un autoclave.
Hay quioscos pequeños, empenachados de madreselva. Usted levanta los ojos, y los árboles están cargados de frutos incandescentes: lámparas amarillas, rojas, azules, verdes.
Usted se sienta y un mozo alemán, auténticamente alemán, que no lo han falsificado todavía, se acerca a usted y con más respeto que si se tratara de atenderlo al Kaiser, o a un "feldmariscal", le ofrece la lista. De más está decir que para alcanzarle la lista el hombre hace un esfuerzo muscular tan extraordinario que de pronto piensa usted que si la "carta" hubiera sido de hierro, se habría quebrado.
Aquí no termina la cosa. No han pasado cinco minutos y, de pronto un caballero que tiene perfil de perro bulldog y cortesanías de gran chambelán, le hace un saludo distinguidísimo. Uno de esos saludos con que, en la mesa donde se firmó el tratado de Versalles, debían inclinarse los delegados después de firmar con la lapicera de oro el enchalecamiento en corsé de hierro de Alemania.
A todo esto, usted ha pedido hace siete minutos el morfe. Minga de mozo y minga de alfalfa. Y usted se dice: ¿Quién será este caballero que me ha saludado tan cortésmente? Y nuevamente recuerda usted, si no el tratado de Versalles, la corte de Austria con sus diplomáticos que gozaban la fama de ser los más astutos y desvergonzados del mundo. Al fin se da cuenta que el autor del saludo tan magnífico, tan severo, y tan "kulto", es el "trompa" del figón; el patrón que engorda el ganado de sus monedas relojeando la clientela que mueve la cabeza cadenciosamente al compás de un trozo de "La viuda alegre".
SIGUE LO DELICIOSAMENTE CURSI
Usted piensa en las garufas vienesas de antes de la guerra.
El mozo instala un chop en su mesa. Vuelve a pasar el "trompa", y con una mirada que le envidiaría el mariscal Hindenburg al revistar las tropas que partían para los lagos Masurianos, inspecciona su chop y repite el saludo como diciendo: "¡Que se le convierta en buena sangre mi cerveza, caballerol"
Reaparece el mozo; reaparición que le recuerda la resurrección de Rocambole. ¿No se había muerto el servo? Parece que no. Trae una servilleta y los escarbadientes. Una familia alemana; el padre, un señor gordo, la madre, una señora que puede cascarlo a Cámpolo y las hijas unas biondas altísimas, siguen tarareando el vals de "La viuda alegre". El jovie escabia una jarra de cerveza y las menores, altas como un eucalipto, trincan también su medio "troli".
Estamos en los dominios de Kant, el autor de "La crítica de la razón pura".
El mozo ha tornado a eclipsarse como obedeciendo a una misteriosa ley cometaria o planetaria. Usted está tentado de pedir una tabla astronómica para indagar en qué otro momento preciso de la noche reaparecerá en el cenit de su "ragú" el mozo aludido. La seflora que puede cascarlo a Cámpolo la ha emprendido ahora con media docena de sandwiches. Ahora me explico la frase del gran Federico Nietzsche: "Cuando vayas a la casa de tu mujer, no te olvides del látigo". Claro, ¡vaya usted a levantarle la mano a esa giganta si se atrevel Sólo con un látigo largo, que pueda darle a usted una ventaja de espacio para poder rajar puede animarse a discutir con esa señora que tiene los puños grandes como una granada de mano.
En otra mesa un cadete del Colegio Militar. Es hijo de alemanes, se le ve en la pinta y en el fervor con que lleva el uniforme. Yo siento la tentación de acercármele y decirle, en voz muy baja: Joven, lea "Sin novedad en el frente". Joven, lea "El fuego". Joven, lea "Guerra".
La señora que puede cascarlo a Cámpolo, ha mirado respetuosamente al subteniente futuro, y el joven pide otro medio litro. ¿Para qué es hijo de alemanes? El honor de la gran raza se impone. Hay que escabiar. El mismo "trompa" que le infundiría respeto al "Tigre", si el "Tigre" viviera para verlo, sonríe al pasar frente al cadete. El cadete siente en su pecho la invisible carga de una cruz de hierro.
Yo me acuerdo de Goethe, de Novalis, de Schelling, de Wagner y de Hebbel, pero, ¡oh prodigiol, en el preciso momento en que me dispongo a entonar un elogio interior en honor de la raza alemana, aparea el croata con una bandeja. Se va al diablo mi lirismo, y el servo, con más precauciones que si me ofreciera un trocito de la cruz de Cristo, descarga un platito con rebanadas de pan negro, y otro platito con unas rosquillas de manteca. Y yo estoy tentado de gritar: -Pero, ¿el morfe? ¡El morfel ¿Cuándo viene? ¿Se come aquí, o no se come? Yo quiero comer, estoy harto de literatura. 


Silla en la vereda (fragmento)
Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de "buenas noches, vecina", el político e insinuante "¿cómo le va, don Pascual?". Y don Pascual sonríe .y se atusa los "baffi", que bien sabe por qué el mocito le pregunta cómo le va. Llegaron las noches...
            Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos este barrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también.        
Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!; estos barrios porteños, largos,
todos cortados con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del "te quiero". Fulería poética, eso y algo más.
           Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio– de Bach
o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.
            Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere, que no morirá jamás.
           Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el "jovie". Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras que la madre o el padre dice:
         –Nena; traete otra silla.
          Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al "propietario de al lado"; silla que se ofrece al "joven" que es candidato para ennoviar; silla que la "nena" sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una voluptuosa "linuya", en una charla agradable, mientras "estrila la d'enfrente" o murmura "la de la esquina".
         Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: "¡Pero, hija! ocupás toda la vereda".
         Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad ciudadana.
         En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.


 

           Me acuerdo de Don Esteban
Hace una purreteada de días que tengo ganas de escribir sobre Don Esteban; y siempre aplazando el tema.
No sé si vive o ha muerto. Tendría cincuenta años cuando yo tenía siete.
En verano e invierno usaba siempre camiseta de franela. Estaba "quebrado". Sabía yo que aquello era una enfermedad, y suponía que la quebradura de don Esteban debía estar en el lugar donde se fajaba, pues este lombardo gastaba una faja negra que daba varias vueltas a su robusto corpazo, y un sombrero abollado con el ala sombreándole la frente.
Se dedicaba a labores agrícolas; siempre andaba ensarmentando las parras o podando los durazneros.
El campo le tiraba. Desaparecía de tiempo en tiempo, y de sus desapariciones sólo llegaba yo a saber que estaba en Haedo, en una chacra de Haedo.
Y tanto oí hablar de ese Haedo, que Haedo era para mi imaginación infantil, lo que las columnas de Hércules para los hombres de la antigüedad. El límite del mundo conocido.
Lo que hacía
Don Esteban hacía de todo. En su casa tenía parras, y podaba las parras; recolectaba la uva, compraba "pasas" y en unos toneles grandotes fabricaba un vino "casero"; un vinillo dulzón y diabólicamente embriagador, pues recuerdo que una tarde me recosté bajo la espita y comencé a beber hasta que se me infló el estómago, y luego salí viendo, en visiones, un montón de macanas. Luego, para desemborracharme, me dieron una soberbia paliza.
Don Esteban era aficionado a cebar pavos; y en el rincón del gallinero tenía una
conejera. Fumaba en pipa, y cuando se le rompía la bolsa de tabaco, fabricaba otra con
una vejiga de cerdo. Además, fabricaba excelentes boquillas con las patas de una liebre.
Más actividades
No se conformaba con ésto. Cuidaba un terreno que daba a espaldas de una fábrica, y la lonja de tierra estaba maravillosamente sembrada. Las rayas de cebollas alternaban con las de repollos; la lechuga con la espinaca. En un rincón, ocultas de la visión de los inspectores municipales, había un plantel de plantas de tabaco, por las que circulaban unos hediondísimos insectos verdes; y luego un gran espacio completamente
consagrado al orégano, y cierto arbusto aromático que él cortaba por la raíz y en grandes manojos lo vendía en una carnicería que estaba junto al corralón.
Silencio
Cuando había terminado de trajinar la tierra, don Esteban se sentaba entre los altos tallos verdes de cebollas, y se quedaba mirando el cielo azul entre los claros de los
eucaliptos. No hablaba casi palabra.
Cuando yo y el hijo hacíamos excesivas burradas, volvía la cabeza y luego se sumergía en su meditación, mientras el agua corría lentamente a sus pies por los canales, cuya corriente orientaba con un poco de tierra que acumulaba con la pala.
¿Por qué me acuerdo de estos detalles? No sé. Pero a medida que pasan los años veo en don Esteban a un hombre de cuyo tipo existían muchos en esta ciudad en formación. Un semitipo de campo, es decir, un hombre de la orilla de la ciudad, donde ralean las casas y comienzan las quintas (...)
Y sobre todas las cosas, un enamorado de la vida rural. Me acuerdo que en aquella época el litro de vino valía nueve centavos, sin embargo, él fabricaba su vino, y lo cataba con religiosidad, como si fuera la sangre viva de la tierra. Casi me atrevería a
jurar que ese hombre, que no sabía leer ni escribir, fue el primer poeta verdadero que he
conocido.
                                                                        ***