Ocre - Elogio agridulce del capuchino

"ELOGIO AGRIDULCE DEL CAPUCHINO"

Aída Schvartzman


Cucho Cuño
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Guadalupe Haedo


Jumo



Leicia Gotlibowski 
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Rebeca Luciani


Sonia Esplugas


Tania Abrile


Rey Arlequín


Adriana Bellino


Szabro
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Ximena García


Silvina Rodolico
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Jorge A. Mercado
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Pichi Seguí



Laura Michell
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Sen



Florencia Figueroa


Gabriela Chaia




Sofía Rapoport



DKV


María Fernanda Cignoni
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Guadalupe Garriz
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Jimena Toledo



Norma Beatríz López 
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Nancy Brajer


Bela Abud


Rita B. Taraborelli 



Lucinta Lamacchia

                           ELOGIO AGRIDULCE DEL CAPUCHINO                       

       Minga de café. Abstención completa. ¿Y qué le queda a usted? Reducirse al capuchino, al innoble y seductor capuchino, que es una  mezcla, por partes iguales, de leche y café, servida en una tacita de café. La tacita, para que usted se haga la ilusión de que se manda a bodega una ración de achicoria, y para engañar la visión, como los cocainómanos que cuando no tienen con qué doparse, toman por la nariz ácido bórico o magnesia calcinada. El caso es hacerse la ilusión...
      ¿Qué hacemos con el retrato?
     ¿Qué hacemos con la tacita, si el café está en la express? ¿Qué hacemos? Aguantarse, mirar con envidia a los que piden un "café negro y bien cargado". ¡Adiós dulces tiempos del "café bien cargado"! Del café que llegaba humeando y cubierto de espumita marrón, para poner en los nervios una chispa azul de magia; adiós dulces tiempos. Abstención completa de "feca". ¿Y qué le queda para hacer? Así como el morfinómano, cuando no tiene droga se pincha con la "pravaz" para delirar un minuto en espera del éxtasis  blanco, así, el bebedor de café, recurre al engañoso capuchino para hacerse la ilusión de que todavía ingiere el negro y excitante veneno; veneno moroso, que le va rompiendo lentamente los nervios, sin que usted se aperciba.
      Y lo único que tiene el capuchino es la tacita. Esa tacita que es el retrato nada más. Esa tacita que usted toma con trémula mano pensando que contiene café; tacita que durante un minuto, dos, tres minutos, deja usted encima del mármol de la mesa y la mira halagado, porque es la tacita que contenía café; el café que ya usted no probará más, ¡vaya a saber por cuánto tiempo!
      ¿Qué le queda por hacer? Pedir un capuchino. También lo llaman "cortado". El mozo lo mide al socaire de una mirada burlona y grita, casi irónico:
      -¡Un cortado para uno!
      Y llega el cortado, y usted lo relojea brocoso. Eso es café con leche, café con leche para los que no han almorzado y a la una de la tarde piden un capuchino para engañar el hambre.
      Visión y gusto
      Y usted saborea el capuchino, buscando en el leve amargor del brebaje, ese otro recio amargor del café, que le distendía los nervios y le aceleraba el ritmo de las arterias; pero inútilmente. La leche, dulcificadora y neutra, anula la achicoria, y como único resto del antiguo placer, le queda el consuelo de alimentarse a base de un poquito de azúcar y un resto de lactosa.
      Más, ¿qué le quedaría para hacer sino contara con el capuchino fiel, con el último grado de la cafeína inofensiva; con el refugio del condenado por la maldita sabiduría de los médicos, que lo toman a usted, le encajan un artefacto en el brazo desnudo, lo inflan como una pelota de goma, y luego, doctoralmente, le dicen, a medida que se mueve la manecilla de un reloj?:
      -Exceso de presión arterial. Suprima el café; suprima el tabaco. Acuéstese con las gallinas, levántese con el sol. Haga gimnasia. No fume. No beba. No se excite, no se apasione, no lea, no escriba, no respire. ¿Ah, si? ¿ Respirar está permitido? Dígame: ¿Qué le queda a la víctima de uno de estos sierrahuesos? Refugiarse en el capuchino. Ofrecerle su vagancia y su aburrimiento  y su gimnasia, sus flexiones y sus trotes higiénicos al cortado, al capuchino.
      - Un cortado.
      Y viene el cortado, y usted experimenta la emoción de los antiguos tiempos, cuando se bebía diez o quince cafés por día; viene el capuchino en la tacita seductora, y usted lo mira conturbado. Allí está...¡pero no con el café! Y sin embargo, esa tacita es para café.       Pero a usted le está prohibido. En cuanto cometa el terrible pecado de pedir un café tendrá nuevamente la sangre al galope, los nervios en pleno estado de bolcheviquismo, y el fantasma del insomnio, el terrible insomnio que lo mantiene despierto hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, lo sobrecoge; y entonces tímidamente toma la tacita del capuchino y lo paladea lentísimamente, rebuscando en la leche cortada el sabor acre del café, pero es inútil. Eso es café con leche... eso no es cocaína, sino ácido bórico; eso no es morfina, sino el pinchazo de la aguja; eso no es una bomba, sino sencillamente un artefacto pirotécnico para hacerse la ilusión.
      Elogio Final
      Y usted termina por resignarse, por mirar con cara de perro a los que indolentemente y alegremente piden un café "en taza de té", que es un café doble. Y todo su atrevimiento se reduce al capuchino, toda su audacia se limita al camouflage de tomar un poco de café con leche en tacita destinada para el más sutil y rompedor de los venenos, para el tóxico que, a lo largo de los nervios, le va dejando un escalofrío que tiene una gota de luna y otra de "delirium tremens". Usted renuncia al veneno fácil y barato, para estancarse en el achocolatado, inocuo y estéril capuchino, que es el consuelo de los que no almorzaron a mediodía y de los otros, de los que tienen enfermedades inconfesables.
      Por eso, injustamente, si usted tiene los nervios bailando, el mozo que lo ignora lo sobra de una mirada irónica.