Rojo - Elogio de lo cursi

"ELOGIO DE LO CURSI"

Agustina Suárez
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Diego Serafini
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Marcela Retamero


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Miguel Zicca

ELOGIO AGRIDULCE DE LO CURSI


Si usted quiere comer mal, vaya a uno de estos bares. Pero si quiere pasar un rato de cursilería deliciosa, de amigable espera, de dulce estar, de simpática concurrencia, entre a cualquier bar alemán de Belgrano; y le prevengo que pasará una hora deliciosa. Se sentirá cómodo y reconciliado con la vida. ¿Por qué? Porque el bar alemán es la síntesis de lo cursi; el bar alemán es la vulgaridad elevada a la categoría de artístico.
Y si no, vea:
Desde afuera, en cuanto se detiene el auto, lo recibe un gigante con librea verde y pelo color de remolacha. Y en vez de penetrar a un salón, usted entra a un jardín. A un jardín cuidadosamente afeitado y civilizado, con canteritos de juguete y cipreses bajo cuyas ramas se encuentran mesas rigurosamente pintadas de blanco, como si terminaran de desinfectarlas en un autoclave.
Hay quioscos pequeños, empenachados de madreselva. Usted levanta los ojos, y los árboles están cargados de frutos incandescentes: lámparas amarillas, rojas, azules, verdes.
Usted se sienta y un mozo alemán, auténticamente alemán, que no lo han falsificado todavía, se acerca a usted y con más respeto que si se tratara de atenderlo al Kaiser, o a un "feldmariscal", le ofrece la lista. De más está decir que para alcanzarle la lista el hombre hace un esfuerzo muscular tan extraordinario que de pronto piensa usted que si la "carta" hubiera sido de hierro, se habría quebrado.
Aquí no termina la cosa. No han pasado cinco minutos y, de pronto un caballero que tiene perfil de perro bulldog y cortesanías de gran chambelán, le hace un saludo distinguidísimo. Uno de esos saludos con que, en la mesa donde se firmó el tratado de Versalles, debían inclinarse los delegados después de firmar con la lapicera de oro el enchalecamiento en corsé de hierro de Alemania.
A todo esto, usted ha pedido hace siete minutos el morfe. Minga de mozo y minga de alfalfa. Y usted se dice: ¿Quién será este caballero que me ha saludado tan cortésmente? Y nuevamente recuerda usted, si no el tratado de Versalles, la corte de Austria con sus diplomáticos que gozaban la fama de ser los más astutos y desvergonzados del mundo. Al fin se da cuenta que el autor del saludo tan magnífico, tan severo, y tan "kulto", es el "trompa" del figón; el patrón que engorda el ganado de sus monedas relojeando la clientela que mueve la cabeza cadenciosamente al compás de un trozo de "La viuda alegre".
SIGUE LO DELICIOSAMENTE CURSI
Usted piensa en las garufas vienesas de antes de la guerra.
El mozo instala un chop en su mesa. Vuelve a pasar el "trompa", y con una mirada que le envidiaría el mariscal Hindenburg al revistar las tropas que partían para los lagos Masurianos, inspecciona su chop y repite el saludo como diciendo: "¡Que se le convierta en buena sangre mi cerveza, caballerol"
Reaparece el mozo; reaparición que le recuerda la resurrección de Rocambole. ¿No se había muerto el servo? Parece que no. Trae una servilleta y los escarbadientes. Una familia alemana; el padre, un señor gordo, la madre, una señora que puede cascarlo a Cámpolo y las hijas unas biondas altísimas, siguen tarareando el vals de "La viuda alegre". El jovie escabia una jarra de cerveza y las menores, altas como un eucalipto, trincan también su medio "troli".
Estamos en los dominios de Kant, el autor de "La crítica de la razón pura".
El mozo ha tornado a eclipsarse como obedeciendo a una misteriosa ley cometaria o planetaria. Usted está tentado de pedir una tabla astronómica para indagar en qué otro momento preciso de la noche reaparecerá en el cenit de su "ragú" el mozo aludido. La seflora que puede cascarlo a Cámpolo la ha emprendido ahora con media docena de sandwiches. Ahora me explico la frase del gran Federico Nietzsche: "Cuando vayas a la casa de tu mujer, no te olvides del látigo". Claro, ¡vaya usted a levantarle la mano a esa giganta si se atrevel Sólo con un látigo largo, que pueda darle a usted una ventaja de espacio para poder rajar puede animarse a discutir con esa señora que tiene los puños grandes como una granada de mano.
En otra mesa un cadete del Colegio Militar. Es hijo de alemanes, se le ve en la pinta y en el fervor con que lleva el uniforme. Yo siento la tentación de acercármele y decirle, en voz muy baja: Joven, lea "Sin novedad en el frente". Joven, lea "El fuego". Joven, lea "Guerra".
La señora que puede cascarlo a Cámpolo, ha mirado respetuosamente al subteniente futuro, y el joven pide otro medio litro. ¿Para qué es hijo de alemanes? El honor de la gran raza se impone. Hay que escabiar. El mismo "trompa" que le infundiría respeto al "Tigre", si el "Tigre" viviera para verlo, sonríe al pasar frente al cadete. El cadete siente en su pecho la invisible carga de una cruz de hierro.
Yo me acuerdo de Goethe, de Novalis, de Schelling, de Wagner y de Hebbel, pero, ¡oh prodigiol, en el preciso momento en que me dispongo a entonar un elogio interior en honor de la raza alemana, aparea el croata con una bandeja. Se va al diablo mi lirismo, y el servo, con más precauciones que si me ofreciera un trocito de la cruz de Cristo, descarga un platito con rebanadas de pan negro, y otro platito con unas rosquillas de manteca. Y yo estoy tentado de gritar: -Pero, ¿el morfe? ¡El morfel ¿Cuándo viene? ¿Se come aquí, o no se come? Yo quiero comer, estoy harto de literatura. 
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